sábado, 28 de agosto de 2010

Travesía en un mar de sombras

No hay conciencia ciudadana y ése es el obstáculo mayor”

El título para la novela de su vida pudiera haber sido “De la luz a las tinieblas”. Tenía 19 años cuando perdió la visión debido a una retinitis pigmentosa. Hoy, con 54, el mayagüezano José Manuel Berríos Hernández supera las sombras con optimismo, esfuerzo y alegría de vivir. En su léxico la palabra impedimento no existe. “Enfermedad, en todo caso”, agrega.

Y en ese afán de superación, nada parece imposible. Con una determinación que se le sale por los poros, el pasado 18 de julio, pese a que es legalmente ciego, atravesó a nado la bahía de Cataño, en la edición 71 del cruce de la misma. José cubrió 2,500 metros en 2 horas y 7 minutos. Una proeza que pudiera elevarse al libro de récords Guiness pues sólo se registra una hazaña similar de un nadador ciego de Argentina, que en el 2009 cruzó a nado el dique El Carrizal, en Mendoza.

“A pesar de lo difícil que parecía la tarea, acepté el reto”, indica. En realidad, José no llegó a entrenarse para el cruce. Días antes del evento un amigo lo convenció para que participara y él, que es un nadador consumado, miembro durante años de los Escambrón Masters, no se lo pensó dos veces. Su condición física no le preocupaba dado que se ejercita diariamente en el gimnasio de la universidad Sagrado Corazón. Fueron las condiciones insalubres del agua de la bahía las que le causaban cierta inquietud, pero al final cedió.

La travesía la realizó con una escolta de cinco lazarillos que le fueron impartiendo las instrucciones de qué estilo utilizar en cada tramo y cuándo descansar. Y aunque cierto momento de la prueba sintió deseos de levantar el puño (señal de abandono) no se amilanó y concluyó el evento.

Amante del deporte, desde niño se destacó en el baloncesto hasta llegar al Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas (CAAM), ahora Recinto Universitario de Mayagüez. Allí hizo estudios de asistente de veterinaria y fue mientras trabajaba en Agricultura Federal en el Programa de Erradicación de Garrapatas cuando la retinitis pigmentosa se le empezó a manifestar. Para ese entonces estaba casado con Nélida Córdova, con quien no procreó hijos. Una tarde en que José conducía su vehículo sintió como si fueran los rayos de un sol luminoso que lo cegaron. Como pudo, entre sombras, llegó a su casa, le entregó las llaves del carro a su padre y le dijo: “No guío más, no puedo ver”.

Con la ayuda de sus padres, el agrónomo José Antonio Berríos Díaz, y Josefina Hernández, ya fallecida, y su familia, se adaptó a su nueva vida. En Rehabilitación Vocacional lo capacitaron para funcionar de forma independiente. Le enseñaron cómo planchar, cocinar y a realizar otras tareas domésticas. Aprendió usar el bastón y el sistema Braille. En este momento está leyendo “La carreta”, de René Marqués.

No empece a los inconvenientes de la ceguera, José se graduó con un bachillerato en trabajo social de la Universidad Central de Bayamón. Durante sus estudios allí tomó un curso de natación y de inmediato desarrolló una afición por esa disciplina deportiva, hasta el extremo de que comenzó a competir y a participar de cruces a nado. Además, obtuvo una maestría en consejería de la Universidad de Puerto Rico y, por muchos años, laboró como trabajador social en planteles de Barranquitas, aparte de estar involucrado en organizaciones como Movimiento Alcance de Vida Independiente (MAVI) y la Oficina del Procurador de las Personas con Impedimentos.

José vive solo en Santurce. Limpia su casa, lava su ropa y cocina sus alimentos en el microondas. “He aprendido a comerme la papa con todo y cáscara. Me encantan los plátanos maduros pues se le dan tres cortes, y para el micro. Nunca me he acostado con hambre”, agrega.

Y aunque maneja su vida diaria de manera independiente, cuenta con la ayuda de su inseparable lazarillo, Viviana Giacoman, una diligente joven que lo ayuda no sólo en sus tareas domésticas sino que le asiste en sus ejercicios diarios y en natación.

Para este hombre que ha tenido que batallar para salvar las barreras arquitectónicas y la indiferencia gubernamental en atender desperfectos como aceras rotas y alcantarillas abiertas, son las barreras ciudadanas, ésas que establece el ser humano que no sufre de limitaciones, las que más le duelen. “Me pongo ácido y malcriado cada vez que me encuentro con un vehículo en la acera que me entorpece el paso”, dice José, quien hace unos años sufrió un accidente debido a que un autobús de la AMA no paró ante su señal para que se detuviera. “No hay conciencia ciudadana y ése es el obstáculo mayor”, advierte.

Por si no fuera suficiente con la insensibilidad general, se suma a la lista de dificultades el prejuicio existente hacia las personas con problemas graves de visión. “Cuando voy a buscar empleo, voy ‘etiqueteao’, bien vestido, con mi maletín, como todo un profesional, porque lo soy, y siempre me dicen lo mismo: ‘Vamos a ver qué hay’; ‘Lo llamaremos’”, concluye apesadumbrado.

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